Cuidarse de verdad es un ejercicio de conexión diaria, de observarse y ser honesto con lo que necesitamos en cada momento. A veces, el autocuidado no se ve como un gran cambio, sino como la suma de pequeñas decisiones cotidianas que nos ayudan a mantener el equilibrio.
Puede significar aprender a gestionar el estrés en lugar de buscar siempre el escape; hacer espacio para un descanso adecuado en lugar de tirar de energía artificial; o elegir alimentos que nos nutran en lugar de caer en dietas extremas o soluciones rápidas.
Entender el autocuidado de forma realista es saber que no siempre será perfecto. Habrá días en los que no sigamos todos los buenos consejos, en los que el cansancio o la prisa nos ganen. Y está bien, porque cuidarse también es adaptarse a lo que nuestra vida permite en cada momento. No se trata de cargar con una lista de “deberes” saludables que solo añaden más estrés, sino de encontrar maneras que encajen en nuestro propio estilo de vida, que sean sostenibles y que realmente aporten algo.
A veces cuidar de nuestra salud implica parar y cuestionarnos qué estamos haciendo y por qué. Nos vendría bien desconectar de tanto ruido externo, de los “consejos mágicos” que parecen prometer una vida ideal si seguimos al pie de la letra un plan que, en realidad, nos desconecta más de nosotros mismos. La verdadera clave está en hacerlo a nuestra manera, encontrar las prácticas que nos funcionen y aplicarlas sin convertirlas en otra fuente de presión.
Cuidarse no es un proyecto que tenga un final, ni algo que podamos “resolver” con un método de moda o una tendencia pasajera. Es más bien una actitud hacia uno mismo, una serie de decisiones diarias que, poco a poco, van marcando la diferencia. No hay magia en ello, pero sí hay resultados: menos agotamiento, más claridad mental, un cuerpo que responde mejor y nos permita afrontar el día a día de una forma más saludable y auténtica.
Y hablando de la magia: Dame bulos, que soy más feliz.
Entre la ilusión y el autocuidado.
De niños, nos enseñaron a creer en cosas mágicas. Cada 5 de enero nos íbamos a dormir esperando que los Reyes Magos aparecieran con regalos, llenos de ilusión, al menos para mí era el gran día. Aunque más tarde descubrimos la realidad, esa mezcla de magia y fe quedó grabada en nosotros. Ahora, ya adultos, parece que seguimos buscando la misma emoción, pero en lugar de creer en los Reyes Magos, nos hemos entregado a una nueva fuente de “magia”: los bulos.
En un mundo saturado de información, los bulos son historias que nos atrapan. Nos llenan de sorpresa, indignación o nos hacen sentir que sabemos algo que otros desconocen. Y aunque la verdad esté a un clic, solemos preferir el bulo, que llega con soluciones rápidas, narrativas sencillas y emociones intensas. La verdad, en cambio, nos confronta con la ambigüedad y la complejidad, y a veces, eso es simplemente incómodo. Así, entre la sobre información y la prisa, acabamos creyendo en estos cuentos modernos. ¿Y qué tiene que ver esto con cuidarse estarás pensando?
Pues que la cosa no se queda en las noticias; se cuela en como entendemos el autocuidado. Los bulos de salud funcionan como esos remedios “milagrosos” que prometen una transformación sin esfuerzo: la dieta de moda, el suplemento secreto que rejuvenece o el ejercicio infalible para un cuerpo perfecto. Son el equivalente a esos “me gusta” y “compartir” que hacen que las historias impactantes se vuelvan virales. Nos venden la idea de que podemos cuidarnos con un par de trucos, como si la salud fuera algo que se compra o se consume, y no algo que se construye. ¿Por qué nos creemos más los bulos que las noticias reales? La psicología tiene mucho que decir al respecto. Los bulos suelen ser construidos para tocar nuestras emociones: son rápidos, sensacionalistas y apelan a nuestros miedos o deseos más básicos. Nos gusta sentirnos parte de algo, y compartir un bulo nos da la sensación de pertenecer a un grupo de “enterados” que tiene información especial, secreta y, a menudo, impactante. La realidad, en comparación, es menos atractiva.
Además, los algoritmos y las redes sociales hacen que estos bulos se muevan más rápido que la luz. Cada “me gusta”, cada “compartir” es un pequeño empujón que permite que un bulo se vuelva viral. Y en un mundo donde nos creemos expertos porque leímos un par de artículos online, muchos de nosotros acabamos siendo cómplices sin querer. En el fondo, el bulo alimenta esa misma parte de nosotros que, de niños, creía en los Reyes Magos.
Creer en los bulos, ya sean informativos o de salud, es como vivir de espejismos: nos distraen del verdadero camino, de la verdad que, aunque no brille tanto, es la única que realmente nos beneficia. Cuidarnos no debería ser solo un acto de consumo del último producto “milagro” o del bulo de turno, sino un proceso continuo de consciencia y elección.
Cuidarse de verdad no tiene nada de espectacular. No vamos a transformar nuestra salud por beber un té “desintoxicante” o por seguir la última moda. Igual que con la información, cuidar nuestro cuerpo y mente exige elecciones conscientes y diarias.
Si, pero dime como empiezo.
Por ejemplo, el movimiento consciente encaja perfectamente en esta idea de cuidarnos de forma realista y sostenible. A diferencia de las rutinas rígidas o los ejercicios que prometen resultados inmediatos, el movimiento consciente nos invita a volver a lo básico: escuchar nuestro cuerpo, entender sus señales y responder de manera adecuada. No se trata de entrenar hasta el agotamiento o de seguir un plan a ciegas, sino de reconectar con nosotros mismos a través del cuerpo.
Moverse de manera consciente no requiere un gimnasio, una aplicación o el último gadget de fitness. Puede ser tan simple como dedicar unos minutos a estirarnos al despertar, caminar mientras sentimos cómo el suelo sostiene nuestro peso o incluso respirar profundamente mientras notamos cómo se expande nuestro torso. Este enfoque nos ayuda a habitar el presente y a soltar la idea de que movernos tiene que ser algo complicado o extenuante.
Además, el movimiento consciente es profundamente inclusivo: cada persona lo adapta según sus capacidades y necesidades. En lugar de forzar el cuerpo, lo respetamos, y ese respeto se traduce en beneficios más sostenibles, como menos tensión muscular, más flexibilidad y una mayor conexión entre mente y cuerpo. Y no solo eso: al movernos con atención plena, reducimos el estrés y aumentamos la claridad mental, creando un impacto positivo en todos los aspectos de nuestra vida.
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